Upagupta, el discípulo de Buda, estaba durmiendo en el suelo junto a la muralla de la ciudad de Mathura.
Todas las lámparas estaban apagadas, todas las puertas cerradas, y el cielo sombrío de agosto ocultaba todas las estrellas.
¿Qué pies eran aquellos cuyas, ajorcas tintineaban agitando su pecho de repente?
Se despertó sobresaltado y la luz de la lámpara de una mujer iluminó sus ojos indulgentes.
Era la bailarina, estrella de joyas nubladas por un manto azul pálido, embriagada del vino de la juventud.
Bajo la lámpara y vio el rostro y austeramente hermoso de Upagupta.
“Perdóname, joven asceta –dijo la mujer-, hazme la gracia de venirte a mi casa. El sucio suelo no es lecho para ti”.
Le respondió el asceta: “Mujer, tú sigue tu camino; que ya iré yo a buscarte cuando llegue la hora”.
De repente, un relámpago hizo que la noche enseñara sus dientes.
Gruñó la tempestad desde un rincón del cielo, y la mujer tembló de miedo.
Las ramas de los árboles que bordeaban el camino estaban doloridas por el peso de tanta flor.
De lo lejos llegaban flotando en el aire cálido de la primavera las notas alegres de la flauta.
Todo el gentío se había ido a los bosques, a celebrar la fiesta de las flores.
Desde lo alto del cielo, la luna llena observaba las sombras del pueblo silencioso.
El joven asceta paseaba por la calle solitaria, mientras por encima de él los cucos enamorados lanzaban desde las ramas del mango su queja desvelada. Upagupta atravesó las puertas de la ciudad y se detuvo a la base del terraplén.
¿Quién era aquella mujer tendida a sus pies a la sombra de la muralla, abatida por la peste negra, con el cuerpo cubierto de llagas, que habían arrojado a toda prisa de la ciudad?
El asceta se sentó a su lado, colocó en sus rodillas su cabeza, humedeció con agua sus labios y untó de bálsamo su cuerpo.
“¿Quién eres, que así te compadeces?”, preguntó la mujer.
“Ha llegado por fin la hora en que debía visitarte, y aquí me tienes a tu lado”, le contestó el joven asceta.
Todas las lámparas estaban apagadas, todas las puertas cerradas, y el cielo sombrío de agosto ocultaba todas las estrellas.
¿Qué pies eran aquellos cuyas, ajorcas tintineaban agitando su pecho de repente?
Se despertó sobresaltado y la luz de la lámpara de una mujer iluminó sus ojos indulgentes.
Era la bailarina, estrella de joyas nubladas por un manto azul pálido, embriagada del vino de la juventud.
Bajo la lámpara y vio el rostro y austeramente hermoso de Upagupta.
“Perdóname, joven asceta –dijo la mujer-, hazme la gracia de venirte a mi casa. El sucio suelo no es lecho para ti”.
Le respondió el asceta: “Mujer, tú sigue tu camino; que ya iré yo a buscarte cuando llegue la hora”.
De repente, un relámpago hizo que la noche enseñara sus dientes.
Gruñó la tempestad desde un rincón del cielo, y la mujer tembló de miedo.
Las ramas de los árboles que bordeaban el camino estaban doloridas por el peso de tanta flor.
De lo lejos llegaban flotando en el aire cálido de la primavera las notas alegres de la flauta.
Todo el gentío se había ido a los bosques, a celebrar la fiesta de las flores.
Desde lo alto del cielo, la luna llena observaba las sombras del pueblo silencioso.
El joven asceta paseaba por la calle solitaria, mientras por encima de él los cucos enamorados lanzaban desde las ramas del mango su queja desvelada. Upagupta atravesó las puertas de la ciudad y se detuvo a la base del terraplén.
¿Quién era aquella mujer tendida a sus pies a la sombra de la muralla, abatida por la peste negra, con el cuerpo cubierto de llagas, que habían arrojado a toda prisa de la ciudad?
El asceta se sentó a su lado, colocó en sus rodillas su cabeza, humedeció con agua sus labios y untó de bálsamo su cuerpo.
“¿Quién eres, que así te compadeces?”, preguntó la mujer.
“Ha llegado por fin la hora en que debía visitarte, y aquí me tienes a tu lado”, le contestó el joven asceta.
Ha llegado la hora de pesar en la balanza el peso de las obras, las buenas y lads malas y saber si vas para arriba o para abajo.
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