Un burro fue a parar a las caballerizas del rey de cierto
país. Su vida era un constante trabajo, un continuo ir de aquí para
allá, siempre cargado, siempre maltratado. En su agotamiento, el burro
envidiaba la suerte de los caballos, su belleza, su elegancia, el trato
exquisito que se les daba, su buena comida…, y así, se sentía desdichado
con su suerte.
Un día, se desató una guerra con su país vecino, y todos los caballos fueron preparados para la contienda. Al partir, con sus arreos de guerra, con los soberbios jinetes, estaban más hermosos que nunca. Pero, transcurridos unos días, comenzaron a regresar de la batalla: muchos de los caballos habían muerto, otros llegaban heridos, sucios, cansados y deshechos. Desde entonces, el burro dejó de envidiar la suerte de los caballos.
Un día, se desató una guerra con su país vecino, y todos los caballos fueron preparados para la contienda. Al partir, con sus arreos de guerra, con los soberbios jinetes, estaban más hermosos que nunca. Pero, transcurridos unos días, comenzaron a regresar de la batalla: muchos de los caballos habían muerto, otros llegaban heridos, sucios, cansados y deshechos. Desde entonces, el burro dejó de envidiar la suerte de los caballos.
A cada santo le llega su día y, no hay que fijarnos en las gracias que disfrutan los demás y las penas que arrastramos nosotros, pues, también los demás tienen contratiempos o desgracias y, nosotros disfrutamos de tantos favores como nos da la vida
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