Una serpiente tenía su cueva en cierta localidad. Nadie
osaba pasar por allí, pues aquellos que lo hicieron habían sido mordidos
mortalmente por ella. Cierta vez pasó por ese lugar un santo. Como de
costumbre, la serpiente lo siguió con la intención de morderle, pero
cuando se acercó al santo, perdió toda su ferocidad y quedó cautivada
por su dulzura. Viendo la serpiente, el santo dijo: “Bien, amiga mía,
¿quieres morderme?”.
La serpiente quedó avergonzada y no contestó
nada. Al ver esto, el santo agregó: “Escucha con atención, amiga mía; en
el futuro no hagas daño a nadie”. La serpiente inclinó su cabeza en
señal de asentimiento. Cuando el sabio se fue, la serpiente entró en su
cueva y, desde aquel día, comenzó a vivir una vida de inocencia y
pureza, sin tener el menor deseo de dañar a nadie.
A los pocos días,
se corrió la voz en el vecindario de que la serpiente había perdido todo
su veneno y era inofensiva, y entonces la gente comenzó a molestarla.
Algunos le tiraban piedras, otros la arrastraban desconsideradamente
tirándole de la cola. De este modo, sus sufrimientos no tenían fin.
Afortunadamente,
después de un cierto tiempo volvió a pasar por aquel lugar el sabio, y
viendo lo magullada y golpeada que se encontraba la pobre serpiente, se
compadeció de ella y le preguntó la causa de tal calamidad. A eso, la
serpiente contestó: “Señor, he sido reducida a este estado porque no he
hecho daño a nadie después de haber recibido tus instrucciones. Pero,
¡ay!, ¡ellos son tan crueles!”.
El sabio dijo sonriendo: “Querida
amiga, yo simplemente te aconsejé que no hicieras daño a nadie, pero
nunca te pedí que dejaras de silbar y asustar a los demás si era
necesario”.
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