JEAN DE LA FONTAINE.
Jugando a orillas del Sena, cayó un niño al agua; mas quiso el cielo que se hallara un sauce, cuyas ramas, por voluntad divina, salvaron al imprudente niño. Acertó a pasar un maestro de escuela, y el infante le grita:
-¡Socorro, que me ahogo!
El maestro se vuelve a tales gritos, y, gravemente y a destiempo, empieza a sermonear al niño:
-¡Mira el bribonzuelo, adónde le ha llevado su locura! ¡Pásate las horas cuidando a tales críos! ¡Desgraciados padres, velando siempre por esta turba indócil! ¡Cuánto padecen y cómo lamento su suerte!
Dicho lo cual sacó al niño a la orilla.
Censuro aquí a muchos más de los que se piensa. Parlantes y criticones y pedantes pueden verse en lo dicho arriba: cada uno de ellos forma un numeroso pueblo. El Creador bendijo la prolífica casta, ¡No hay asunto en que no piensen ejercer su lengua! ¡Pero, amigo, sácame antes del apuro y suelta después tu perorata!
Señor de La Fontaine, ¡qué sabio es usted!
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