CLARIS DE FLORIÁN.
Ayudémonos mutuamente;
el peso de las desgracias será así más ligero;
el bien hecho a un hermano
es un alivio para nuestros propios males.
Confucio lo ha dicho; sigamos su doctrina
para persuadir a los pueblos de China
les contaba la siguiente anécdota:
"En una ciudad de Asia había dos desgraciados,
tullido el uno, el otro ciego, y pobres los dos.
Rogaban al cielo que pusiera fin a sus vidas;
mas sus gritos eran superfluos,
no podían morir. Nuestro paralítico,
tendido sobre un jergón en plena vía pública,
sufría sin ser compadecido; doble era el sufrimiento.
El ciego, a quien todo le molestaba,
se hallaba sin guía, sin sostén,
sin tener siquiera un can para amarle y conducirle.
Cierto día ocurrió que el ciego,
a tientas, llegó a una esquina
y se halló junto al inválido;
oyó sus gritos, quedó profundamente conmovido.
No hay más que los desgraciados
que se compadezcan mutuamente.
"Yo tengo mis males -le dijo-, y vos tenéis los vuestros:
unámoslos, hermano; serán menos terribles."
"¡Ay! -dijo el tullido-, ignoráis hermano,
que yo no puedo dar ni un paso;
y que vos mismo no veis nada.
¿De qué nos servirá unir nuestras desgracias?".
"Escuchad -repuso el ciego-, entre ambos
poseemos todo lo necesario;
yo tengo piernas y vos un par de ojos:
yo os llevaré a cuestas y vos seréis mi guía
vuestros ojos dirigirán mis pasos inseguros,
y mis piernas, a su vez, irán donde queráis.
Así, sin que jamás nuestra amistad decida
quién de los dos tiene mayor utilidad,
yo andaré por vos y vos veréis por mi".
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