(PIO BAROJA)
Y era en la isla de Ceilán, en el séptimo siglo antes de la venida de Cristo, en la séptima encarnación de mi alma, en el tiempo en que Sakyamouni predicaba por el mundo y enseñaba la ley, ley de gracia para todos los hombres. Y era en la isla de Ceilán…
Y mi alma triste había encarnado el cuerpo de un paria. En los momentos de descanso, tras de las rudas faenas, un compañero, esclavo como nosotros, leía las plegarias y los himnos santos, santos himnos que escribieron el solitario de la familia de los Sakyas y sus discípulos. Y yo oía las sentencias de Buda, pero no meditaba en el dolor, ni en la muerte, ni en la miseria de las alegrías del hombre. Meditaciones que abren al asceta las puertas de la misteriosa ciudad de Nirvana, en donde se es sin ser, y en donde se duerme el eterno sueño del aniquilamiento; lejos, muy lejos de las miserias y de las torpezas del mundo, en los dominios de la paciencia y del reposo, fuera del ingrato océano de la creación dolorosa.
Y mi corazón estaba turbado por la vanidad y mis ojos no veían la luz en el camino. Porque amaba los goces de la vida, falsos como el eco de las cavernas y como las sombras reflejadas en los ríos, y quería apurar la copa del placer, que es tan sólo receptáculo del dolor y de la liviandad.
Y el espíritu, inspirador de los deseos y de las pasiones, me infundió el entusiasmo por la aborrecible existencia.
“¿Qué necesito –pensé- para encontrar la dicha? Ser libre, la libertad basta para mi dicha”.
Y fui libre y me acosó la miseria, y viví desgraciado años y años.
Y no encontré la dicha.
“¡Oh! –pensé entonces-. ¡Qué engaño el mío! No basta la libertad para ser dichoso. Se necesita también la riqueza.
Un día me encontré dueño de una fortuna considerable, y vi satisfechos sin esfuerzos mis necesidades y mis deseos.
Y no encontré la dicha.
“¿De qué me vale la riqueza –dije después- si mis mayores ambiciones no puedo satisfacerlas? ¡Oh! Si yo fuera poderoso”.
Y fui poderoso y tuve un país bajo mi dominio, y esclavos, y elefantes gigantescos, y carros de oro, y jardines colgantes, y mujeres adornadas con piedras preciosas.
Y no encontré la dicha.
Y cuando el poderío se me hizo repulsivo, quise ser sabio, y estudié en Egipto, y en Babilonia, y en Persia, y en Caldea, y medí la distancia de los astros y calculé las alturas del sol. Y vi que en la mucha sabiduría hay mucha molestia y que quien añade ciencia añade dolor.
Y no encontré la dicha.
Y recorrí el mundo hasta las tierras del Extremo Occidente, y vi las grandes y fastuosas ciudades del Mediterráneo, cuna de los más refinados placeres.
Y no encontré la dicha.
Y resignado, volví a la Isla de Ceilán, y volví a ser paria y volví a sufrir, y esperé tranquilo la hora de la muerte, la dulce hora de perder la personalidad en el crepúsculo del pasado y de fundirme en la augusta inconsciencia, como un rayo de sol en las masas azules de los mares.
Y era en la isla de Ceilán, en el séptimo siglo antes de la venida de Cristo, en la séptima encarnación de mi alma, en el tiempo en que Sakyamouni predicaba por el mundo y enseñaba la ley, ley de gracia para todos los hombres. Y era en la isla de Ceilán…
Y mi alma triste había encarnado el cuerpo de un paria. En los momentos de descanso, tras de las rudas faenas, un compañero, esclavo como nosotros, leía las plegarias y los himnos santos, santos himnos que escribieron el solitario de la familia de los Sakyas y sus discípulos. Y yo oía las sentencias de Buda, pero no meditaba en el dolor, ni en la muerte, ni en la miseria de las alegrías del hombre. Meditaciones que abren al asceta las puertas de la misteriosa ciudad de Nirvana, en donde se es sin ser, y en donde se duerme el eterno sueño del aniquilamiento; lejos, muy lejos de las miserias y de las torpezas del mundo, en los dominios de la paciencia y del reposo, fuera del ingrato océano de la creación dolorosa.
Y mi corazón estaba turbado por la vanidad y mis ojos no veían la luz en el camino. Porque amaba los goces de la vida, falsos como el eco de las cavernas y como las sombras reflejadas en los ríos, y quería apurar la copa del placer, que es tan sólo receptáculo del dolor y de la liviandad.
Y el espíritu, inspirador de los deseos y de las pasiones, me infundió el entusiasmo por la aborrecible existencia.
“¿Qué necesito –pensé- para encontrar la dicha? Ser libre, la libertad basta para mi dicha”.
Y fui libre y me acosó la miseria, y viví desgraciado años y años.
Y no encontré la dicha.
“¡Oh! –pensé entonces-. ¡Qué engaño el mío! No basta la libertad para ser dichoso. Se necesita también la riqueza.
Un día me encontré dueño de una fortuna considerable, y vi satisfechos sin esfuerzos mis necesidades y mis deseos.
Y no encontré la dicha.
“¿De qué me vale la riqueza –dije después- si mis mayores ambiciones no puedo satisfacerlas? ¡Oh! Si yo fuera poderoso”.
Y fui poderoso y tuve un país bajo mi dominio, y esclavos, y elefantes gigantescos, y carros de oro, y jardines colgantes, y mujeres adornadas con piedras preciosas.
Y no encontré la dicha.
Y cuando el poderío se me hizo repulsivo, quise ser sabio, y estudié en Egipto, y en Babilonia, y en Persia, y en Caldea, y medí la distancia de los astros y calculé las alturas del sol. Y vi que en la mucha sabiduría hay mucha molestia y que quien añade ciencia añade dolor.
Y no encontré la dicha.
Y recorrí el mundo hasta las tierras del Extremo Occidente, y vi las grandes y fastuosas ciudades del Mediterráneo, cuna de los más refinados placeres.
Y no encontré la dicha.
Y resignado, volví a la Isla de Ceilán, y volví a ser paria y volví a sufrir, y esperé tranquilo la hora de la muerte, la dulce hora de perder la personalidad en el crepúsculo del pasado y de fundirme en la augusta inconsciencia, como un rayo de sol en las masas azules de los mares.
"la felicidad no radica en la comodidad, se compra con el sufrimiento"...Fiodior Dostoievski
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