Había una vez un hombre que vivía con su
hijo en una pequeña aldea en las montañas. Su único medio de
subsistencia era el caballo que poseían, el cual alquilaban a los
campesinos para roturar las tierras.
Todos los días, el hijo llevaba el caballo a las montañas para pastar. Un día, volvió sin el caballo y le dijo a su padre que lo había perdido. Esto significaba la ruina para los dos. Al enterarse de la noticia, los vecinos acudieron a su padre, y le dijeron: “Vecino, ¡qué mala suerte!”. El hombre respondió: “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”.
Al cabo de unos días, el caballo regresó a la montaña, trayendo consigo muchos caballos salvajes que se le habían unido. Era una verdadera fortuna. Los vecinos, maravillados, felicitaron al hombre: “Vecino, ¡qué buena suerte!”. Sin inmutarse les respondió: “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”.
Un día que el hijo intentaba domar a los caballos, uno le arrojó al suelo, partiéndose una pierna al caer. “¡Qué mala suerte, vecino!”, le dijeron a su padre. “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”, volvió a ser su respuesta.
Una mañana, aparecieron unos soldados en la aldea, reclutando a los hombres jóvenes para una guerra que había en el país. Se llevaron a todos los muchachos, excepto a su hijo, incapacitado por su pierna rota. Vinieron otra vez los aldeanos, diciendo: “Vecino, ¡qué buena suerte!”. “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”, contestó.
Dicen que esta historia continúa, siempre de la misma manera, y que nunca tendrá un final.
Todos los días, el hijo llevaba el caballo a las montañas para pastar. Un día, volvió sin el caballo y le dijo a su padre que lo había perdido. Esto significaba la ruina para los dos. Al enterarse de la noticia, los vecinos acudieron a su padre, y le dijeron: “Vecino, ¡qué mala suerte!”. El hombre respondió: “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”.
Al cabo de unos días, el caballo regresó a la montaña, trayendo consigo muchos caballos salvajes que se le habían unido. Era una verdadera fortuna. Los vecinos, maravillados, felicitaron al hombre: “Vecino, ¡qué buena suerte!”. Sin inmutarse les respondió: “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”.
Un día que el hijo intentaba domar a los caballos, uno le arrojó al suelo, partiéndose una pierna al caer. “¡Qué mala suerte, vecino!”, le dijeron a su padre. “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”, volvió a ser su respuesta.
Una mañana, aparecieron unos soldados en la aldea, reclutando a los hombres jóvenes para una guerra que había en el país. Se llevaron a todos los muchachos, excepto a su hijo, incapacitado por su pierna rota. Vinieron otra vez los aldeanos, diciendo: “Vecino, ¡qué buena suerte!”. “Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!”, contestó.
Dicen que esta historia continúa, siempre de la misma manera, y que nunca tendrá un final.
Tener fe, ponernos en las manos de Dios, y que sea lo que Él quiera; suele ser lo mejor para nosotros, aunque en en un principio pueda parecernos lo contrario.
ResponderEliminar