(DE LOS APOTEGMAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO)
Vivían en una misma celda dos frailes bastante conocidos
por su humildad y paciencia. Poco a poco, pasando los años, habían
acomodado su nido eremítico de una manera perfecta.
La celda la habían hecho de mimbres y toda pintada: alrededor habían
hecho un hermoso huerto con riachuelos de agua que venían de un
manantial cercano, los cuales lo mantenían fresco todo el año y con
tantas hortalizas y frutos que podían regalarle a los otros ermitaños.
No faltaban ni siquiera pequeños macizos de flores y de hierbas olorosas
que servían para adornar el pequeño altar del oratorio.
Un día un viejo monje, que había oído hablar de las grandes virtudes
de estos dos hermanos, quiso cerciorarse en persona:
“Iré a ver”, dijo, “si es oro todo lo que reluce”.
Recibido con mucha reverencia y hecha oración, pidió ver el jardín.
“Venga, venga”, dijeron los dos, y lo acompañaron.
“Bello, bello”, decía el viejo arrugando la nariz: “Demasiado bello para unos eremitas…”
Y,
tomando un bastón, se puso a zarandearlo con gran furia a diestra y
siniestra, golpeando las berzas, la ensalada, los pepinos, las flores.
Parecía enloquecido. Los dos estaban allí, con los brazos cruzados, mirándolo, y apenas tuvieron el aliento para decir:
“¡Oh Dios!”, pero no añadieron otra cosa.
Más
tarde, arrojados a los pies de aquel santo Padre que, mientras tanto,
se había sentado a la sombra a secarse el sudor, le dijeron:
“Padre, si te agrada, iremos a recoger algo de aquella berza que ha quedado, y así la coceremos y la comeremos los tres juntos”.
El viejo no creía lo que estaba viendo: todo admirado, los abrazó y dijo:
“Doy gracias a Dios, porque verdaderamente el Espíritu de Dios que es paciente habita en vosotros”.
"La felicidad no radica en la comodidad, se compra con el sufrimiento".......Dostoyevski.
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