El grupo estaba de excursión, en alegre algazara, cuando aparece a lo
lejos un niño de unos ocho años que trae sobre sus hombros a otro más
pequeñito, como de tres. Su rostro era radiante, tostadito como el de
todos los campesinos del lugar. Más expresivo quizás al pasar a nuestro
lado, pero incapaz de ocultar un cierto cansancio, producido sin duda
por la distancia, lo difícil del camino y el peso del niño.
Para dar calor humano y aliento al pobre niño, pregunté con tono de cariñosa cercanía: “Qué amigo, ¿pesa mucho?”. Y él, con inefable expresión de cara y encogimiento de hombros, que encerraba gran carga de amor, de valor y resignación, dice con fuerza y decisión: “No pesa, es mi hermano”, y agarrando más fuertemente al pequeño, que sonríe y saluda con su manita derecha, echa una corta y lenta carrerita haciendo saltar con gracia a su hermanito que aún mira una vez atrás para sonreír.
Para dar calor humano y aliento al pobre niño, pregunté con tono de cariñosa cercanía: “Qué amigo, ¿pesa mucho?”. Y él, con inefable expresión de cara y encogimiento de hombros, que encerraba gran carga de amor, de valor y resignación, dice con fuerza y decisión: “No pesa, es mi hermano”, y agarrando más fuertemente al pequeño, que sonríe y saluda con su manita derecha, echa una corta y lenta carrerita haciendo saltar con gracia a su hermanito que aún mira una vez atrás para sonreír.
Si la Fe muve montañas, el amor también algo parecido. Y si ese niño era capaz de hacer eso por su hermano ¿cómo sería el mundo si todos fuéramos hermanos?
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