-Iba yo solo en el departamento del tren. Luego subió una chica –contaba
un joven indio ciego-. El hombre y la mujer que habían venido a
despedirla debían ser sus padres. Le hicieron muchas recomendaciones.
Como yo estaba ciego, no podía saber que aspecto tenía la chica.
-¿Va a Dehra Dun? Me preguntaba si sería capaz de impedir que descubriese que yo no veía.
-Voy a Saharanpur –dijo la chica-. Allí saldrá a buscarme mi tía. Y usted ¿a dónde va?
-A Dehra Dun, y luego a Mussoorie –respondí.
-¡Qué suerte tiene! Me gustaría tanto ir a Mussoorie. Me encanta la montaña. Especialmente en octubre.
-Sí, es la estación mejor –dije, recurriendo a mis recuerdos de cuando no había perdido la vista-. Las colinas están sembradas de dalias silvestres, el sol es delicioso y, por la noche se puede pasar un buen rato frente al fuego.
Ella guardaba silencio y me pregunté si mis palabras le habían impresionado o si me consideraba un romántico sentimental. Luego cometí un error.
-¿Qué tal tiempo hace fuera? –Le pregunté.
Pero ella no pareció encontrar nada extraño en mi pregunta. ¿Se habría dado ya cuenta de que era ciego? Pero las palabras que dijo luego me quitaron cualquier duda.
-¿Por qué no se asoma por la ventanilla? – me preguntó con absoluta naturalidad.
Me deslicé sobre el asiento y busqué con el tacto la ventanilla. Con los ojos de la fantasía, veía pasar rápidamente los postes del telégrafo.
-¿Se ha dado cuenta –me atreví a decir- cómo parece que los árboles se mueven, mientras nosotros estamos quietos?
-Siempre es así –respondió ella.
Me volví hacia la chica y durante un rato seguimos sentados en silencio.
Tiene usted un rostro atractivo –dije luego.
Ella se rió con ganas, una carcajada clara y sonora.
-Me agrada oírselo decir –dijo. Estoy harta de los que me dicen que tengo una carita india.
-Bueno, un rostro atractivo puede ser también muy bello.
-Usted es un galante –dijo. Pero ¿por qué está tan serio?
-Está a punto de llegar –dije en tono más bien brusco.
-Gracias a Dios. No soporto los viajes largos en tren.
El tren llegó a la estación. Una voz llamó a la muchacha que se fue, dejando tras de sí sólo un perfume. Un hombre entró en el departamento, farfullando cuatro palabras. El tren partió de nuevo. Una vez más podía repetir mi juego con otro compañero de viaje.
-Siento no ser un compañero atractivo como la que acaba de salir –me dijo él.
-Era una chica interesante –dijo yo-. Podría decirme… ¿tenía el pelo largo o corto?
-No me he fijado –respondió en tono dubitativo-. Son sus ojos los que se me han quedado clavados, no su pelo. ¡Tenía unos ojos tan hermosos! Lástima que no le sirviesen para nada… estaba completamente ciega. ¿No lo había notado?
¡Dos ciegos que fingen ver! ¡Cuántos encuentros humanos son así! Por miedo a poner al descubierto lo que uno es. Y así se pierden las citas decisivas de la vida.
-¿Va a Dehra Dun? Me preguntaba si sería capaz de impedir que descubriese que yo no veía.
-Voy a Saharanpur –dijo la chica-. Allí saldrá a buscarme mi tía. Y usted ¿a dónde va?
-A Dehra Dun, y luego a Mussoorie –respondí.
-¡Qué suerte tiene! Me gustaría tanto ir a Mussoorie. Me encanta la montaña. Especialmente en octubre.
-Sí, es la estación mejor –dije, recurriendo a mis recuerdos de cuando no había perdido la vista-. Las colinas están sembradas de dalias silvestres, el sol es delicioso y, por la noche se puede pasar un buen rato frente al fuego.
Ella guardaba silencio y me pregunté si mis palabras le habían impresionado o si me consideraba un romántico sentimental. Luego cometí un error.
-¿Qué tal tiempo hace fuera? –Le pregunté.
Pero ella no pareció encontrar nada extraño en mi pregunta. ¿Se habría dado ya cuenta de que era ciego? Pero las palabras que dijo luego me quitaron cualquier duda.
-¿Por qué no se asoma por la ventanilla? – me preguntó con absoluta naturalidad.
Me deslicé sobre el asiento y busqué con el tacto la ventanilla. Con los ojos de la fantasía, veía pasar rápidamente los postes del telégrafo.
-¿Se ha dado cuenta –me atreví a decir- cómo parece que los árboles se mueven, mientras nosotros estamos quietos?
-Siempre es así –respondió ella.
Me volví hacia la chica y durante un rato seguimos sentados en silencio.
Tiene usted un rostro atractivo –dije luego.
Ella se rió con ganas, una carcajada clara y sonora.
-Me agrada oírselo decir –dijo. Estoy harta de los que me dicen que tengo una carita india.
-Bueno, un rostro atractivo puede ser también muy bello.
-Usted es un galante –dijo. Pero ¿por qué está tan serio?
-Está a punto de llegar –dije en tono más bien brusco.
-Gracias a Dios. No soporto los viajes largos en tren.
El tren llegó a la estación. Una voz llamó a la muchacha que se fue, dejando tras de sí sólo un perfume. Un hombre entró en el departamento, farfullando cuatro palabras. El tren partió de nuevo. Una vez más podía repetir mi juego con otro compañero de viaje.
-Siento no ser un compañero atractivo como la que acaba de salir –me dijo él.
-Era una chica interesante –dijo yo-. Podría decirme… ¿tenía el pelo largo o corto?
-No me he fijado –respondió en tono dubitativo-. Son sus ojos los que se me han quedado clavados, no su pelo. ¡Tenía unos ojos tan hermosos! Lástima que no le sirviesen para nada… estaba completamente ciega. ¿No lo había notado?
¡Dos ciegos que fingen ver! ¡Cuántos encuentros humanos son así! Por miedo a poner al descubierto lo que uno es. Y así se pierden las citas decisivas de la vida.
La vergüenza o el temor a confesar nuestro primer error o defecto, nos hace caer en otros más y mayores.
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