(IMÁGENES DE LA FE)
Era una aldea encantadora, de esas que están metidas entre las montañas. En ella quedaban unos pocos habitantes que se llevaban bien, quizás porque sólo se saludaban cuando se cruzaban. En la puerta de cada casa, estaban escritas las habilidades que cada vecino tenía, y, a juzgar por lo largas que eran las listas, la gente de aquel pueblo debía valer mucho. Los vecinos de aquel pueblo debían valer mucho, pero el sol, la lluvia, los hielos del invierno… iban estropeando las fachadas de las casas. Un día se cayó el poste de teléfonos y cuando paseaban los vecinos decían:
“Ya lo arreglarán los otros, yo no soy el encargado”.
Poco después los hielos rompieron las cañerías de la fuente de la plaza y los vecinos decían: “¡Qué lástima! ¿No habrá nadie que lo arregle?”.
Y el agua inundó la plaza y corría, calle abajo, inundándolo todo. Poco a poco, se fueron rompiendo también las tejas y las casas se inundaron de goteras porque, en los carteles de los vecinos no ponía la habilidad de arreglar tejados. En las esquinas de las calles crecían zarzas y por algunas calles no se podía pasar porque la maleza había cerrado el paso y nadie la quitaba, ya que ninguno tenía esa habilidad.
Años después, las calles, las casas, las cercas, las fuentes… todo estaba medio derruido. Hasta los carteles de las puertas de las viviendas, con las cualidades de los vecinos, se habían estropeado.
Un día se encontraron, por casualidad, todos los vecinos en la plaza y empezaron a comentar unos a otros los destrozos que sufrían cada uno:
“A mí se me ha hundido el tejado…”.
“A mí no me llega la luz..”.
“Yo tengo una zarza en medio de la puerta y casi no puedo salir…”.
Y todos fueron narrando las desgracias de aquella aldea, que estaba convertida casi en ruinas por el abandono. Alguien sugirió la idea de asociarse para arreglar las casas. A todos les pareció bien la idea de asociarse y comenzaron por quitar entre todos las zarzas y maleza de las calles, luego siguieron las cercas, y después los tejados de las casas hundidas. En la plaza, volvió de nuevo a correr la fuente y en ella pusieron una inscripción:
“Agua, corre siempre transparente, sin mancharte con nuestro abandono”.
Y volvieron a levantar los carteles de cada casa, pero poniendo en todos ellos un único mandato:
“Ayudarás a tus vecinos a construir cada día un pueblo nuevo y unido”.
Y el pueblo volvió a lucir entre las montañas y todos los caminantes que llegaban hasta aquel lugar, encontraban la aldea siempre nueva.
Era una aldea encantadora, de esas que están metidas entre las montañas. En ella quedaban unos pocos habitantes que se llevaban bien, quizás porque sólo se saludaban cuando se cruzaban. En la puerta de cada casa, estaban escritas las habilidades que cada vecino tenía, y, a juzgar por lo largas que eran las listas, la gente de aquel pueblo debía valer mucho. Los vecinos de aquel pueblo debían valer mucho, pero el sol, la lluvia, los hielos del invierno… iban estropeando las fachadas de las casas. Un día se cayó el poste de teléfonos y cuando paseaban los vecinos decían:
“Ya lo arreglarán los otros, yo no soy el encargado”.
Poco después los hielos rompieron las cañerías de la fuente de la plaza y los vecinos decían: “¡Qué lástima! ¿No habrá nadie que lo arregle?”.
Y el agua inundó la plaza y corría, calle abajo, inundándolo todo. Poco a poco, se fueron rompiendo también las tejas y las casas se inundaron de goteras porque, en los carteles de los vecinos no ponía la habilidad de arreglar tejados. En las esquinas de las calles crecían zarzas y por algunas calles no se podía pasar porque la maleza había cerrado el paso y nadie la quitaba, ya que ninguno tenía esa habilidad.
Años después, las calles, las casas, las cercas, las fuentes… todo estaba medio derruido. Hasta los carteles de las puertas de las viviendas, con las cualidades de los vecinos, se habían estropeado.
Un día se encontraron, por casualidad, todos los vecinos en la plaza y empezaron a comentar unos a otros los destrozos que sufrían cada uno:
“A mí se me ha hundido el tejado…”.
“A mí no me llega la luz..”.
“Yo tengo una zarza en medio de la puerta y casi no puedo salir…”.
Y todos fueron narrando las desgracias de aquella aldea, que estaba convertida casi en ruinas por el abandono. Alguien sugirió la idea de asociarse para arreglar las casas. A todos les pareció bien la idea de asociarse y comenzaron por quitar entre todos las zarzas y maleza de las calles, luego siguieron las cercas, y después los tejados de las casas hundidas. En la plaza, volvió de nuevo a correr la fuente y en ella pusieron una inscripción:
“Agua, corre siempre transparente, sin mancharte con nuestro abandono”.
Y volvieron a levantar los carteles de cada casa, pero poniendo en todos ellos un único mandato:
“Ayudarás a tus vecinos a construir cada día un pueblo nuevo y unido”.
Y el pueblo volvió a lucir entre las montañas y todos los caminantes que llegaban hasta aquel lugar, encontraban la aldea siempre nueva.
La unión hace la fuerza. Pero lo mejor que se consigue, no es el resultado físico que aparece ante la vista, es lo que no se aprecia a simple vista, como la buena convivencia en la comunidad, que es un fiel reflejo del buen estado interior de cada persona que la componen; que es lo más importante.
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