(ÁRABE. LAS MIL Y UNA NOCHES)
Se cuenta que un hombre, reducido a la mendicidad, abandonó su gente y se fue a la aventura.
Extenuado por el hambre y el cansancio, llegó a una ciudad de grandiosos palacios, y se encontró siguiendo a un grupo de altos personajes, todos encaminados en la misma dirección.
La comitiva entró en una especie de palacio real, donde un anfitrión de aspecto imponente recibía a los visitantes rodeado de pajes. Se les ofreció un suntuoso banquete; pero nuestro hombre se mantuvo apartado, escondido y todo confundido, con la esperanza de que nadie lo descubriera.
Mientras el mendigo permanecía escondido y todos comían, he aquí que llega un paje con cuatro perros de caza, vestidos con gualdrapa de brocados, collares de oro y frenos de plata. El lacayo amarró cada perro al puesto que le estaba reservado, y puso delante de cada uno de ellos un plato de oro colmado de exquisitos manjares.
Afligido por el hambre, el hombre contemplaba aquella comida, y hubiera deseado acercarse a uno de aquellos perros para comer con él, pero el miedo se lo impedía.
Cuando he aquí que uno de los perros levantó los ojos del plato y lo miró: El Altísimo le inspiraba el conocimiento de las condiciones de aquel desgraciado. El perro se apartó del plato, haciendo una señal al hombre para que se acercara.
El mendigo se acercó y comió; después hizo ademán de irse, pero el perro le hizo una señal para que se llevara también el plato, con la comida que había quedado; y con la pata lo empujaba hacia él. Entonces el hombre recogió el plato que era de oro macizo, y huyó del palacio sin que nadie lo advirtiese.
Atontado por lo sucedido, estaba pensando para sí:
“¿Pero cómo es posible que un perro –criatura inferior y privado de inteligencia- se haya dado cuenta de un hecho que escapaba a la mirada del hombre, y haya sido capaz de cumplir con una acción tan noble?”
Entonces le respondió el Espíritu de Dios que habla al corazón:
“Yo me sirvo de cualquier criatura mía para mis fines de misericordia. Estaba hablando a cada uno de aquellos comensales, pero ninguno prestaba atención a mis palabras. Todos estaban muy ocupados en sus asuntos. Solamente aquel perro lo oyó, y haciéndome caso, ha llegado a ser así el vehículo de mi providencia para ayudarte”.
Se cuenta que un hombre, reducido a la mendicidad, abandonó su gente y se fue a la aventura.
Extenuado por el hambre y el cansancio, llegó a una ciudad de grandiosos palacios, y se encontró siguiendo a un grupo de altos personajes, todos encaminados en la misma dirección.
La comitiva entró en una especie de palacio real, donde un anfitrión de aspecto imponente recibía a los visitantes rodeado de pajes. Se les ofreció un suntuoso banquete; pero nuestro hombre se mantuvo apartado, escondido y todo confundido, con la esperanza de que nadie lo descubriera.
Mientras el mendigo permanecía escondido y todos comían, he aquí que llega un paje con cuatro perros de caza, vestidos con gualdrapa de brocados, collares de oro y frenos de plata. El lacayo amarró cada perro al puesto que le estaba reservado, y puso delante de cada uno de ellos un plato de oro colmado de exquisitos manjares.
Afligido por el hambre, el hombre contemplaba aquella comida, y hubiera deseado acercarse a uno de aquellos perros para comer con él, pero el miedo se lo impedía.
Cuando he aquí que uno de los perros levantó los ojos del plato y lo miró: El Altísimo le inspiraba el conocimiento de las condiciones de aquel desgraciado. El perro se apartó del plato, haciendo una señal al hombre para que se acercara.
El mendigo se acercó y comió; después hizo ademán de irse, pero el perro le hizo una señal para que se llevara también el plato, con la comida que había quedado; y con la pata lo empujaba hacia él. Entonces el hombre recogió el plato que era de oro macizo, y huyó del palacio sin que nadie lo advirtiese.
Atontado por lo sucedido, estaba pensando para sí:
“¿Pero cómo es posible que un perro –criatura inferior y privado de inteligencia- se haya dado cuenta de un hecho que escapaba a la mirada del hombre, y haya sido capaz de cumplir con una acción tan noble?”
Entonces le respondió el Espíritu de Dios que habla al corazón:
“Yo me sirvo de cualquier criatura mía para mis fines de misericordia. Estaba hablando a cada uno de aquellos comensales, pero ninguno prestaba atención a mis palabras. Todos estaban muy ocupados en sus asuntos. Solamente aquel perro lo oyó, y haciéndome caso, ha llegado a ser así el vehículo de mi providencia para ayudarte”.
El corazón de los animales obra por instinto, no tiene maldad. Las personas, las hay y no tan pocas, que en vez del corazón, las mueve la ambición.
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