(ANTHONY DE MELLO)
Érase una vez un sacerdote tan santo que jamás pensaba mal de nadie.
Un día, estaba sentado en un restaurante tomando una taza de café – que era todo lo que podía tomar, por ser día ayuno y abstinencia- cuando, para su sorpresa, vio a un joven miembro de su congregación devorando un enorme filete en la mesa de al lado.
“Espero no haberle escandalizado, padre”, dijo el joven con una sonrisa.
“De ningún modo. Supongo que has olvidado que hoy es día de ayuno y abstinencia”, replicó el sacerdote.
“No, padre. Lo he recordado perfectamente…”
“Entonces, seguramente estás enfermo y el médico te ha prohibido ayunar…”
“En absoluto. No puedo estar más sano.”
Entonces, el sacerdote alzó sus ojos al cielo y dijo:
¡”Qué extraordinario ejemplo nos da esta joven generación, Señor! ¿Has visto cómo este joven prefiere reconocer sus pecados antes que decir una mentira?”.
Érase una vez un sacerdote tan santo que jamás pensaba mal de nadie.
Un día, estaba sentado en un restaurante tomando una taza de café – que era todo lo que podía tomar, por ser día ayuno y abstinencia- cuando, para su sorpresa, vio a un joven miembro de su congregación devorando un enorme filete en la mesa de al lado.
“Espero no haberle escandalizado, padre”, dijo el joven con una sonrisa.
“De ningún modo. Supongo que has olvidado que hoy es día de ayuno y abstinencia”, replicó el sacerdote.
“No, padre. Lo he recordado perfectamente…”
“Entonces, seguramente estás enfermo y el médico te ha prohibido ayunar…”
“En absoluto. No puedo estar más sano.”
Entonces, el sacerdote alzó sus ojos al cielo y dijo:
¡”Qué extraordinario ejemplo nos da esta joven generación, Señor! ¿Has visto cómo este joven prefiere reconocer sus pecados antes que decir una mentira?”.