(Del libro “112 dinámicas” de Alejandro Landoño.)
Allá, abajo del río, vi a un hombre cuyo nombre no importa. Tendría unos ochenta años, y su paso era poco firme, temblaban sus manos, sus ojos lloraban y se reía a solas como si supiera algo muy cómico acerca del resto de la humanidad.
En su época era el mejor pescador de la comarca. “Yo los agarro hasta donde no hay”, solía decir. Sabía coger las carnadas más convenientes para toda ocasión, conocía la profundidad exacta donde nadaban las diferentes clases de peces y el tamaño preciso que debía tener el anzuelo.
A poca distancia de la choza donde habitaba el pescador, el río hacía una vuelta cerrada, y era allí (en aguas profundas y tranquilas) donde le encantaba sentarse sobre un tronco, que estaba en la orilla, y lanzar su cuerda al agua. Allí nada más, ningún otro sitio le gustaba.
Pero la naturaleza no respetaba las costumbres del hombre. Sucedió que, durante el invierno, hubo una crecida espantosa. Cuando las aguas volvieron a bajar, el río no había abandonado su viejo cauce y se había alejado unos cincuenta metros hacia el oeste, formando un canal completamente nuevo. En el recodo, donde nuestro pescador solía coger su presa, ya no quedaba sino un banco de arena.
Un hombre cuerdo, en su caso, se habría adaptado a las nuevas condiciones y habría buscado también otro lugar para pescar. No así nuestro pescador. Si uno quiere tomarse el trabajo de visitar el lugar, puede ver al viejo sentado sobre el mismo tronco y pescando en el mismo banco de arena.
Allá, abajo del río, vi a un hombre cuyo nombre no importa. Tendría unos ochenta años, y su paso era poco firme, temblaban sus manos, sus ojos lloraban y se reía a solas como si supiera algo muy cómico acerca del resto de la humanidad.
En su época era el mejor pescador de la comarca. “Yo los agarro hasta donde no hay”, solía decir. Sabía coger las carnadas más convenientes para toda ocasión, conocía la profundidad exacta donde nadaban las diferentes clases de peces y el tamaño preciso que debía tener el anzuelo.
A poca distancia de la choza donde habitaba el pescador, el río hacía una vuelta cerrada, y era allí (en aguas profundas y tranquilas) donde le encantaba sentarse sobre un tronco, que estaba en la orilla, y lanzar su cuerda al agua. Allí nada más, ningún otro sitio le gustaba.
Pero la naturaleza no respetaba las costumbres del hombre. Sucedió que, durante el invierno, hubo una crecida espantosa. Cuando las aguas volvieron a bajar, el río no había abandonado su viejo cauce y se había alejado unos cincuenta metros hacia el oeste, formando un canal completamente nuevo. En el recodo, donde nuestro pescador solía coger su presa, ya no quedaba sino un banco de arena.
Un hombre cuerdo, en su caso, se habría adaptado a las nuevas condiciones y habría buscado también otro lugar para pescar. No así nuestro pescador. Si uno quiere tomarse el trabajo de visitar el lugar, puede ver al viejo sentado sobre el mismo tronco y pescando en el mismo banco de arena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario