(CUENTO AFRICANO)
Un padre bueno, sintiendo que se acercaba su última hora, deseó transmitir a su hijo lo que más apreciaba: el patrimonio de todas las experiencias adquiridas en el curso de la vida. Por eso lo llamó a la cabecera de su cama para comunicarle sus últimas voluntades. Dijo así:
-“Hijo, escucha mis palabras. Cuando haya muerto, deseo que me cortes un dedo de la mano derecha, el índice, y que lo entierres en el huerto. Haciendo así, espero salvaguardar la propiedad mágica de un tesoro incomunicable, y que yo deseo transmitirte”.
Dicho esto, cerró los ojos y murió.
El joven siguió puntualmente los mandatos del padre. Después de algún tiempo, en el punto preciso en que había sido enterrado el dedo, creció un magnífico árbol, con abundantes hojas y flores muy perfumadas. Era una especie nueva en el país y nadie podía imaginar de dónde provenía esa planta singular.
Pero la cosa más bella era ésta: los frutos que producía, además de ser fragantes y exquisitos, bastaban para saciar el hambre, de modo que el que se alimentaba cada día, quedaba lleno, y no tenía necesidad de preocuparse por el propio sustento.
Habría que creer que una planta semejante debiese lograr un aplauso universal. En cambio, no.
-“¿Qué nos importan los frutos de aquella planta?”, decía la gente. “A nosotros nos parecen insípidos, sin sabor. Queremos alimentarnos con frutos de nuestro propio huerto, no con el fruto de quien vivió antes que nosotros.”
Algunos querían imitar al padre bueno, pero no queriendo cortarse un dedo en vida, empezaron a plantar en la tierra patas de gallinas muertas y de otros animales, que no crecieron ni dieron fruto. Hasta el hijo del padre bueno, poco a poco, terminó pensando como muchos de sus vecinos: -“¿Por qué debo seguir el índice de mi padre?”. Pensaba. “Un dedo índice lo tengo también yo.”
En el mismo momento en que pensó esto, volvió la mirada al árbol mágico. Pero el árbol ya se había marchitado para siempre. Jamás nadie probaría sus frutos.
Y el hijo debió aprender a reconstruir, por cuenta propia y día tras día, la planta preciosa e incomunicable de la Experiencia.
Un padre bueno, sintiendo que se acercaba su última hora, deseó transmitir a su hijo lo que más apreciaba: el patrimonio de todas las experiencias adquiridas en el curso de la vida. Por eso lo llamó a la cabecera de su cama para comunicarle sus últimas voluntades. Dijo así:
-“Hijo, escucha mis palabras. Cuando haya muerto, deseo que me cortes un dedo de la mano derecha, el índice, y que lo entierres en el huerto. Haciendo así, espero salvaguardar la propiedad mágica de un tesoro incomunicable, y que yo deseo transmitirte”.
Dicho esto, cerró los ojos y murió.
El joven siguió puntualmente los mandatos del padre. Después de algún tiempo, en el punto preciso en que había sido enterrado el dedo, creció un magnífico árbol, con abundantes hojas y flores muy perfumadas. Era una especie nueva en el país y nadie podía imaginar de dónde provenía esa planta singular.
Pero la cosa más bella era ésta: los frutos que producía, además de ser fragantes y exquisitos, bastaban para saciar el hambre, de modo que el que se alimentaba cada día, quedaba lleno, y no tenía necesidad de preocuparse por el propio sustento.
Habría que creer que una planta semejante debiese lograr un aplauso universal. En cambio, no.
-“¿Qué nos importan los frutos de aquella planta?”, decía la gente. “A nosotros nos parecen insípidos, sin sabor. Queremos alimentarnos con frutos de nuestro propio huerto, no con el fruto de quien vivió antes que nosotros.”
Algunos querían imitar al padre bueno, pero no queriendo cortarse un dedo en vida, empezaron a plantar en la tierra patas de gallinas muertas y de otros animales, que no crecieron ni dieron fruto. Hasta el hijo del padre bueno, poco a poco, terminó pensando como muchos de sus vecinos: -“¿Por qué debo seguir el índice de mi padre?”. Pensaba. “Un dedo índice lo tengo también yo.”
En el mismo momento en que pensó esto, volvió la mirada al árbol mágico. Pero el árbol ya se había marchitado para siempre. Jamás nadie probaría sus frutos.
Y el hijo debió aprender a reconstruir, por cuenta propia y día tras día, la planta preciosa e incomunicable de la Experiencia.
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