(DE LOS CUENTOS DE PANCHATANDRA)
Había una vez una mujer, que además de su niño, alimentaba también a un gato montés. Tenía para él el mismo cuidado que para el niño: lo alimentaba con su propio pecho, lo bañaba y le daba todo aquello que necesitaba.
Y sin embargo, no le tenía confianza y andaba meditando para sí:
-“Un gato montés pertenece a una raza fiera de criaturas: ¡con tal de que no le haga daño a mi niño!”.
Un día, mientras la mujer había ido a coger agua y el marido estaba afuera, una serpiente negra salió de su madriguera, y se arrastró hacia la cuna del niño. Pero el gato montés, advertido por el instinto y temiendo por la vida del pequeño, se lanzó sobre la malvada serpiente, trabó con ella una fiera batalla y la hizo pedazos. Después, satisfecho del propio heroísmo, con la sangre que le goteaba de la boca, fue al encuentro de la madre para hacerle ver qué capaz había sido.
Pero cuando la madre lo vio venir con la boca ensangrentada y agitada, creyó que le había comido al niño y, sin pensarlo dos veces, le tiró encima el jarro del agua que lo mató enseguida. Después dejó allí al gato montés, sin mirarlo siquiera, y corrió a casa, donde encontró a su niño sano y salvo, y una gruesa serpiente negra hecha pedazos junto a la cuna.
Entonces comprendió –pero demasiado tarde-, cómo su sospecha había sido inconsiderada e injusta; y, deshecha del dolor, se entristeció grandemente.
Había una vez una mujer, que además de su niño, alimentaba también a un gato montés. Tenía para él el mismo cuidado que para el niño: lo alimentaba con su propio pecho, lo bañaba y le daba todo aquello que necesitaba.
Y sin embargo, no le tenía confianza y andaba meditando para sí:
-“Un gato montés pertenece a una raza fiera de criaturas: ¡con tal de que no le haga daño a mi niño!”.
Un día, mientras la mujer había ido a coger agua y el marido estaba afuera, una serpiente negra salió de su madriguera, y se arrastró hacia la cuna del niño. Pero el gato montés, advertido por el instinto y temiendo por la vida del pequeño, se lanzó sobre la malvada serpiente, trabó con ella una fiera batalla y la hizo pedazos. Después, satisfecho del propio heroísmo, con la sangre que le goteaba de la boca, fue al encuentro de la madre para hacerle ver qué capaz había sido.
Pero cuando la madre lo vio venir con la boca ensangrentada y agitada, creyó que le había comido al niño y, sin pensarlo dos veces, le tiró encima el jarro del agua que lo mató enseguida. Después dejó allí al gato montés, sin mirarlo siquiera, y corrió a casa, donde encontró a su niño sano y salvo, y una gruesa serpiente negra hecha pedazos junto a la cuna.
Entonces comprendió –pero demasiado tarde-, cómo su sospecha había sido inconsiderada e injusta; y, deshecha del dolor, se entristeció grandemente.
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