(DE LAS MIL Y UNA NOCHES)
Se cuenta que el Príncipe de los Creyentes, Omar, estaba un día sentado y administraba la justicia a sus súbditos, cuando se presentaron ante él dos hermanos, arrastrando por la fuerza a un apuesto joven de aspecto noble y altivo:
-“Señor de los Creyentes”, le dijeron, “nosotros teníamos un padre, y este malvado lo ha matado lanzándole una piedra mientras paseaba en su jardín. Nosotros pedimos que se lea aplicada la ley del Talión”.
Aquel joven de corazón sano, se defiende así:
-“La piedra con la cual he golpeado aquel pobre anciano, había sido arrojada por él contra mi caballo, que he visto caer muerto a mi lado. El hombre ha sido asesinado por su propio instrumento de muerte”.
Dice entonces el califa:
-“Te has reconocido culpable, por lo tanto, no puedes evitar la ley del Talión”.
-“Oigo y obedezco”, respondió el joven, “porque el juicio está en conformidad con la ley. Permíteme solamente que me ausente por tres días, para poder atender a un sobrino pequeño que ha perdido a sus padres y me ha sido confiado”.
-“¿Y quién me garantiza tu regreso?”, preguntó el juez volviéndose ante los presentes.
-“Yo respondo por él”, dijo uno de los presentes.
El califa dio permiso al condenado para alejarse.
Terminaba el tiempo de la prórroga sin que el condenado apareciese; y los dos acusadores imprecaban, jurando que no se marcharían sin antes haber llevado a término su venganza.
Respondió el que se había ofrecido como garante:
-“Estad en paz, que si el culpable no se presenta, yo estoy aquí para ocupar su lugar”.
Pero, mientras la gente se alborotaba como un mar en borrasca, he aquí que aparece el culpable, todo jadeante y bañado de sudor:
-“Aquí estoy”, dice, “he arreglado todo, y vengo para cumplir mi deber. He querido ser fiel a los pactos, a fin de que no se diga: ¡La buena fe ha desaparecido entre los hombres!”.
-“En cuanto a mí”, añadió el hombre que había sustituido al condenado, “he querido hacerme garante por él, a fin de que no se diga: ¡La generosidad ha cesado entre las personas!”.
A este punto, los dos hermanos acusadores exclamaron a su vez:
-“Príncipe de los Creyentes, nosotros perdonamos a este joven de la muerte de nuestro padre, a fin de que no se diga: ¡Los hombres han olvidado la virtud del perdón!”.
Se alegró el soberano de la feliz conclusión y todos juntos alabaron a Dios que les había inspirado la generosidad.
Se cuenta que el Príncipe de los Creyentes, Omar, estaba un día sentado y administraba la justicia a sus súbditos, cuando se presentaron ante él dos hermanos, arrastrando por la fuerza a un apuesto joven de aspecto noble y altivo:
-“Señor de los Creyentes”, le dijeron, “nosotros teníamos un padre, y este malvado lo ha matado lanzándole una piedra mientras paseaba en su jardín. Nosotros pedimos que se lea aplicada la ley del Talión”.
Aquel joven de corazón sano, se defiende así:
-“La piedra con la cual he golpeado aquel pobre anciano, había sido arrojada por él contra mi caballo, que he visto caer muerto a mi lado. El hombre ha sido asesinado por su propio instrumento de muerte”.
Dice entonces el califa:
-“Te has reconocido culpable, por lo tanto, no puedes evitar la ley del Talión”.
-“Oigo y obedezco”, respondió el joven, “porque el juicio está en conformidad con la ley. Permíteme solamente que me ausente por tres días, para poder atender a un sobrino pequeño que ha perdido a sus padres y me ha sido confiado”.
-“¿Y quién me garantiza tu regreso?”, preguntó el juez volviéndose ante los presentes.
-“Yo respondo por él”, dijo uno de los presentes.
El califa dio permiso al condenado para alejarse.
Terminaba el tiempo de la prórroga sin que el condenado apareciese; y los dos acusadores imprecaban, jurando que no se marcharían sin antes haber llevado a término su venganza.
Respondió el que se había ofrecido como garante:
-“Estad en paz, que si el culpable no se presenta, yo estoy aquí para ocupar su lugar”.
Pero, mientras la gente se alborotaba como un mar en borrasca, he aquí que aparece el culpable, todo jadeante y bañado de sudor:
-“Aquí estoy”, dice, “he arreglado todo, y vengo para cumplir mi deber. He querido ser fiel a los pactos, a fin de que no se diga: ¡La buena fe ha desaparecido entre los hombres!”.
-“En cuanto a mí”, añadió el hombre que había sustituido al condenado, “he querido hacerme garante por él, a fin de que no se diga: ¡La generosidad ha cesado entre las personas!”.
A este punto, los dos hermanos acusadores exclamaron a su vez:
-“Príncipe de los Creyentes, nosotros perdonamos a este joven de la muerte de nuestro padre, a fin de que no se diga: ¡Los hombres han olvidado la virtud del perdón!”.
Se alegró el soberano de la feliz conclusión y todos juntos alabaron a Dios que les había inspirado la generosidad.
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