(CUENTO JAPONÉS)
Un sabio vivía santamente, distribuyendo enseñanzas y consejos a sus discípulos y a quien quiera que se dirigiera a él.
Un día, uno de sus seguidores vino a su cabaña y se lamentó de la avaricia de su mujer. El sabio fue a visitar a la mujer del discípulo y le puso delante de la nariz, sin palabras, el puño cerrado.
-¿Qué quieres decir con esto?, -preguntó sorprendida la mujer.
-Supón que mi puño fuese siempre así. ¿Cómo lo definirías? –le pregunta el sabio.
-Deforme, -respondió ella.
Entonces él abrió la mano totalmente ante la cara de la mujer y dijo:
-Y ahora supón que fuese siempre así. ¿Qué cosa dirías?
-Que es otro tipo de deformidad, -dijo la mujer.
-Si entiendes esto –concluyó el sabio-, eres una buena mujer y estás en el buen camino, continúa por él.
Y se marchó. Después de aquella visita, la mujer ayudó al marido no sólo a ahorrar, sino también a distribuir a los necesitados.
Un sabio vivía santamente, distribuyendo enseñanzas y consejos a sus discípulos y a quien quiera que se dirigiera a él.
Un día, uno de sus seguidores vino a su cabaña y se lamentó de la avaricia de su mujer. El sabio fue a visitar a la mujer del discípulo y le puso delante de la nariz, sin palabras, el puño cerrado.
-¿Qué quieres decir con esto?, -preguntó sorprendida la mujer.
-Supón que mi puño fuese siempre así. ¿Cómo lo definirías? –le pregunta el sabio.
-Deforme, -respondió ella.
Entonces él abrió la mano totalmente ante la cara de la mujer y dijo:
-Y ahora supón que fuese siempre así. ¿Qué cosa dirías?
-Que es otro tipo de deformidad, -dijo la mujer.
-Si entiendes esto –concluyó el sabio-, eres una buena mujer y estás en el buen camino, continúa por él.
Y se marchó. Después de aquella visita, la mujer ayudó al marido no sólo a ahorrar, sino también a distribuir a los necesitados.
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