(J. JOERGENSEN)
Era una bella mañana de septiembre. Todos los prados brillaban con el rocío, y los “hilos de la Virgen”, brillantes como si fuesen seda, ondulaban en el aire. Iban y venían. Uno de esos hilos aterrizó en la cima de un árbol, y una araña negra y amarilla, dejó su nave y se posó sobre el resistente suelo.
Pero aquel lugar no le agradaba; y, tomada una resolución improvisada, vino a posarse directamente sobre un gran arbusto espinoso. Aquí había ramas y vástagos en abundancia para tejer una tela. Y la araña se puso enseguida a la obra, dejando que el hilo largo que había descendido, rigiese la punta superior de la tela. Era una tela tan bella y grande. Aunque no se veía muy bien, estaba sostenida por un fino hilo.
Vinieron los días, y los días pasaron. Las moscas empezaron a escasear, y la araña se vio obligada a ensanchar su tela para poder atrapar más. Gracias a ese hilo desde lo alto, pudo ampliar su tela y así su caza. Engrandeció su tela en altura y en anchura, y la sutil red se extendía bien pronto sobre todo el arbusto. Cuando las mañanas húmedas de octubre pendía cubierta de gotitas resplandecientes, parecía un bordado con perlas.
La araña estaba orgullosa de su trabajo. No era ya aquella arañuela pobre que se mecía en el aire colgada de un hilo, sin un centavo en el bolsillo. Ahora era una araña grande y gruesa, bien provista, y poseía la telaraña más grande de todo aquel arbusto.
Un mañana se despertó de un humor terriblemente extraño. Durante la noche había hecho un poco de frío, y no había siquiera el más pequeño rayo de sol para alegrar la tierra; ni siquiera la más pequeña mosca rondaba en el aire. La araña permaneció hambrienta y desocupada a lo largo de todo aquel santo día de otoño. Para matar el tiempo, dio un paseo por la tela, para ver si por si acaso fuese necesario remendarla. Tiró de todos los hilos, mirando que estuviesen todos bien tensos. Pero aunque encontró todo en orden, siguió de un pésimo humor.
Da vueltas y más vueltas, y por fin termina por notar que al borde externo de su red, había un hilo que le parecía nuevo. Todos los otros hilos se dirigían aquí y allá, y la araña conocía cada ramita a la cual estaban unidos; pero aquel hilo “inexplicable” no iba a ninguna parte y entonces era necesario concluir que se perdía en el aire.
La araña se irguió sobre sus patas, y se puso a mirar hacia arriba con todos sus ojos, pero no logró todavía entender dónde iba a terminar aquel hilo. Parecía que se iba hacia las nubes. Cuanto más miraba fijo sin poder llegar a nada, tanto más se enfurecía.
Había olvidado que, en un sereno día de septiembre, ella misma había bajado por aquel hilo. Y ni siquiera se acordó de cuán útil le había sido, precisamente, aquel hilo para tejer y después alargar su tela.
¡Abajo este hilo!, dijo la araña. Y con un solo golpe de diente, lo partió en el medio. Al mismo tiempo la tela cedió: toda aquella red tan artísticamente fabricada, cayó; y cuando el insecto volvió en sí, se encontró que yacía sobre las hojas de la cerca espinosa, con la cabeza envuelta en su tela hecha un pequeño trapo húmedo.
Había bastado un solo instante para destruir toda la magnificencia de su casa, y sólo porque no había entendido la utilidad de aquel hilo que sostenía todo “desde lo alto”.
Era una bella mañana de septiembre. Todos los prados brillaban con el rocío, y los “hilos de la Virgen”, brillantes como si fuesen seda, ondulaban en el aire. Iban y venían. Uno de esos hilos aterrizó en la cima de un árbol, y una araña negra y amarilla, dejó su nave y se posó sobre el resistente suelo.
Pero aquel lugar no le agradaba; y, tomada una resolución improvisada, vino a posarse directamente sobre un gran arbusto espinoso. Aquí había ramas y vástagos en abundancia para tejer una tela. Y la araña se puso enseguida a la obra, dejando que el hilo largo que había descendido, rigiese la punta superior de la tela. Era una tela tan bella y grande. Aunque no se veía muy bien, estaba sostenida por un fino hilo.
Vinieron los días, y los días pasaron. Las moscas empezaron a escasear, y la araña se vio obligada a ensanchar su tela para poder atrapar más. Gracias a ese hilo desde lo alto, pudo ampliar su tela y así su caza. Engrandeció su tela en altura y en anchura, y la sutil red se extendía bien pronto sobre todo el arbusto. Cuando las mañanas húmedas de octubre pendía cubierta de gotitas resplandecientes, parecía un bordado con perlas.
La araña estaba orgullosa de su trabajo. No era ya aquella arañuela pobre que se mecía en el aire colgada de un hilo, sin un centavo en el bolsillo. Ahora era una araña grande y gruesa, bien provista, y poseía la telaraña más grande de todo aquel arbusto.
Un mañana se despertó de un humor terriblemente extraño. Durante la noche había hecho un poco de frío, y no había siquiera el más pequeño rayo de sol para alegrar la tierra; ni siquiera la más pequeña mosca rondaba en el aire. La araña permaneció hambrienta y desocupada a lo largo de todo aquel santo día de otoño. Para matar el tiempo, dio un paseo por la tela, para ver si por si acaso fuese necesario remendarla. Tiró de todos los hilos, mirando que estuviesen todos bien tensos. Pero aunque encontró todo en orden, siguió de un pésimo humor.
Da vueltas y más vueltas, y por fin termina por notar que al borde externo de su red, había un hilo que le parecía nuevo. Todos los otros hilos se dirigían aquí y allá, y la araña conocía cada ramita a la cual estaban unidos; pero aquel hilo “inexplicable” no iba a ninguna parte y entonces era necesario concluir que se perdía en el aire.
La araña se irguió sobre sus patas, y se puso a mirar hacia arriba con todos sus ojos, pero no logró todavía entender dónde iba a terminar aquel hilo. Parecía que se iba hacia las nubes. Cuanto más miraba fijo sin poder llegar a nada, tanto más se enfurecía.
Había olvidado que, en un sereno día de septiembre, ella misma había bajado por aquel hilo. Y ni siquiera se acordó de cuán útil le había sido, precisamente, aquel hilo para tejer y después alargar su tela.
¡Abajo este hilo!, dijo la araña. Y con un solo golpe de diente, lo partió en el medio. Al mismo tiempo la tela cedió: toda aquella red tan artísticamente fabricada, cayó; y cuando el insecto volvió en sí, se encontró que yacía sobre las hojas de la cerca espinosa, con la cabeza envuelta en su tela hecha un pequeño trapo húmedo.
Había bastado un solo instante para destruir toda la magnificencia de su casa, y sólo porque no había entendido la utilidad de aquel hilo que sostenía todo “desde lo alto”.
Quien reniega de sí mismo acabe triste, quien reniega de Dios, acaba en la desesperación. Hay que tener Fe y ponernos en manos de Dios, Él es quien conoce lo que es lo mejor para nosotros; aunque a veces nos parezca que no es asi.
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