Érase una vez un hombre pobre y sencillo. Por la noche, después del
trabajo, volvía a casa cansado y de mal humor. Miraba con asco a la
gente que pasaba en coche o a los jóvenes sentados en las terrazas de
los bares.
- Esos sí que viven bien, rabiaba el hombre, sentado en el autobús, como una oveja a la que llevan al matadero. No tienen ni idea de lo que quiere decir sufrir… Todo lo ven de color de rosa. ¡Si tuvieran que cargar con la cruz que llevo yo!
El Señor había escuchado siempre con mucha paciencia las lamentaciones de aquel hombre. Y, una noche se quedó esperándolo a la puerta de su casa.
-¡Ah, ¿eres tú, Señor? – dijo el hombre al verlo. No intentes venir a sermonearme. De sobra sabes cómo pesa la cruz que me has echado sobre los hombros.
El hombre estaba malhumorado como nunca.
El Señor le sonrió con bondad.
- Ven conmigo. Te voy a dar otra oportunidad. Podrás hacer una nueva elección, le dijo.
El hombre se encontró de repente en una enorme gruta de paredes azules. La arquitectura era divina. Y estaba llena de cruces: pequeñas, grandes, esmaltadas, con joyas incrustadas, lisas, retorcidas…
- Son las cruces de los hombres, dijo el Señor. Elige la que quieras.
El hombre dejó con torpeza su cruz en un rincón y, frotándose las manos, se puso a escoger.
Probó una cruz ligera: pesaba poco, pero era larga y molesta de llevar. Se colocó al cuello una cruz de obispo, un pectoral, pero era tremendamente pesada de responsabilidad y de sacrificio. Otra lisa y simpática en apariencia. En cuanto se la echó encima empezó a clavársele sobre los hombros, como si estuviera cubierta de clavos. Tomó entonces una cruz de plata que brillaba resplandeciente, pero al tenerla consigo sintió que empezaba a invadirle una sensación de congoja y soledad. La dejó en el acto. Probó una y otra vez, pero cada cruz tenía algún defecto y ofrecía su propia dificultad.
Por fin en un rincón en semipenumbra, encontró una pequeña cruz, desgastada por el uso. No resultaba demasiado pesada, ni demasiado dificultosa de llevar. Parecía hecha a propósito para él.
El hombre la cargó sobre sus hombros, con aire de satisfacción.
- Me quedo con esta – exclamó.
Y salió de la gruta. El Señor lo miró con dulzura, clavando en él los ojos. Había escogido precisamente su vieja cruz: aquella que había arrojado con desgana al entrar en la gruta. La misma que había llevado durante toda su vida.
- Esos sí que viven bien, rabiaba el hombre, sentado en el autobús, como una oveja a la que llevan al matadero. No tienen ni idea de lo que quiere decir sufrir… Todo lo ven de color de rosa. ¡Si tuvieran que cargar con la cruz que llevo yo!
El Señor había escuchado siempre con mucha paciencia las lamentaciones de aquel hombre. Y, una noche se quedó esperándolo a la puerta de su casa.
-¡Ah, ¿eres tú, Señor? – dijo el hombre al verlo. No intentes venir a sermonearme. De sobra sabes cómo pesa la cruz que me has echado sobre los hombros.
El hombre estaba malhumorado como nunca.
El Señor le sonrió con bondad.
- Ven conmigo. Te voy a dar otra oportunidad. Podrás hacer una nueva elección, le dijo.
El hombre se encontró de repente en una enorme gruta de paredes azules. La arquitectura era divina. Y estaba llena de cruces: pequeñas, grandes, esmaltadas, con joyas incrustadas, lisas, retorcidas…
- Son las cruces de los hombres, dijo el Señor. Elige la que quieras.
El hombre dejó con torpeza su cruz en un rincón y, frotándose las manos, se puso a escoger.
Probó una cruz ligera: pesaba poco, pero era larga y molesta de llevar. Se colocó al cuello una cruz de obispo, un pectoral, pero era tremendamente pesada de responsabilidad y de sacrificio. Otra lisa y simpática en apariencia. En cuanto se la echó encima empezó a clavársele sobre los hombros, como si estuviera cubierta de clavos. Tomó entonces una cruz de plata que brillaba resplandeciente, pero al tenerla consigo sintió que empezaba a invadirle una sensación de congoja y soledad. La dejó en el acto. Probó una y otra vez, pero cada cruz tenía algún defecto y ofrecía su propia dificultad.
Por fin en un rincón en semipenumbra, encontró una pequeña cruz, desgastada por el uso. No resultaba demasiado pesada, ni demasiado dificultosa de llevar. Parecía hecha a propósito para él.
El hombre la cargó sobre sus hombros, con aire de satisfacción.
- Me quedo con esta – exclamó.
Y salió de la gruta. El Señor lo miró con dulzura, clavando en él los ojos. Había escogido precisamente su vieja cruz: aquella que había arrojado con desgana al entrar en la gruta. La misma que había llevado durante toda su vida.
Soportamos bien las adversidadeas, pero las ajenas, las nuestras, nos resultan siempre pesadas aunque sean livianas
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