(GIANNI RODARI. CUENTOS POR TELÉFONO)
Una mañana en el Polo Norte el oso blanco olfateó en el aire un olor insólito y lo hizo notar a la osa mayor (la menor era su hija):
-¿Habrá llegado alguna expedición?
Fueron los oseznos, los que encontraron la violeta. Era una pequeña violeta y temblaba de frío, pero continuaba perfumando el aire porque ése era su deber.
-Mamá, papá –gritaron los oseznos.
-Yo lo había dicho antes que había algo extraño –hizo la observación antes que nada el oso blanco a la familia –según mi parecer no es un pez.
-Seguro que no –dice la osa mayor-, pero tampoco es un pájaro.
-Tienes razón tú también –dice el oso, después de haber pensado un buen rato.
Antes de la tarde, se difundió por todo el Polo la noticia: un pequeño, extraño ser perfumado, de color violeta, había aparecido en el desierto de hielo, se sostenía en una sola pata y no se movía.
Para ver la violeta vinieron focas y morsas, de Siberia, vinieron renos, de América los bueyes almizcleros, y de lugares más lejanos todavía zorras blancas, lobos y garzas marinas. Todos admiraban la flor desconocida, su tallo tembloroso, todos olían su perfume.
-Para mandar tanto perfume –dice la foca – debe tener una reserva debajo del hielo.
-Yo lo había dicho antes –exclamó el oso blanco – que algo había debajo.
Así, precisamente, lo había dicho, pero nadie se acordaba.
Una gaviota, enviada al Sur para recoger información, volvió con la noticia de que el pequeño ser perfumado se llamaba violeta y que en ciertos países, allá abajo, había millones.
-Sabemos como antes –observó la foca. ¿Cómo es que esta violeta ha llegado precisamente aquí? Les diré lo que pienso: me siento algo perpleja.
-¿Cómo ha dicho que se siente? –preguntó el oso blanco a su mujer.
-Perpleja. Esto es, que no se sabe que peces agarrar.
-Eso –exclamó el oso blanco -, lo mismo que pienso yo también.
Aquella noche corrió por todo el Polo un pavoroso crujido. Los hielos eternos se estremecían como vidrios y en diferentes puntos se quebraron. La violeta emanó un perfume más intenso, como si hubiese decidido derretir de una sola vez el inmenso desierto helado, para transformarlo en un mar azul y cálido, o en un prado de terciopelo verde. El esfuerzo la agotó.
Al amanecer la vieron marchitarse, plegarse sobre su tallo, perder el color y la vida. Traducido con nuestras palabras y en nuestra lengua su último pensamiento debió haber sido más o menos este:
-He aquí, yo muero… Pero era necesario que alguien comenzara… Un día las violetas aparecerán por millones. Los hielos se derretirán y aquí habrá islas, casas y niños.
Una mañana en el Polo Norte el oso blanco olfateó en el aire un olor insólito y lo hizo notar a la osa mayor (la menor era su hija):
-¿Habrá llegado alguna expedición?
Fueron los oseznos, los que encontraron la violeta. Era una pequeña violeta y temblaba de frío, pero continuaba perfumando el aire porque ése era su deber.
-Mamá, papá –gritaron los oseznos.
-Yo lo había dicho antes que había algo extraño –hizo la observación antes que nada el oso blanco a la familia –según mi parecer no es un pez.
-Seguro que no –dice la osa mayor-, pero tampoco es un pájaro.
-Tienes razón tú también –dice el oso, después de haber pensado un buen rato.
Antes de la tarde, se difundió por todo el Polo la noticia: un pequeño, extraño ser perfumado, de color violeta, había aparecido en el desierto de hielo, se sostenía en una sola pata y no se movía.
Para ver la violeta vinieron focas y morsas, de Siberia, vinieron renos, de América los bueyes almizcleros, y de lugares más lejanos todavía zorras blancas, lobos y garzas marinas. Todos admiraban la flor desconocida, su tallo tembloroso, todos olían su perfume.
-Para mandar tanto perfume –dice la foca – debe tener una reserva debajo del hielo.
-Yo lo había dicho antes –exclamó el oso blanco – que algo había debajo.
Así, precisamente, lo había dicho, pero nadie se acordaba.
Una gaviota, enviada al Sur para recoger información, volvió con la noticia de que el pequeño ser perfumado se llamaba violeta y que en ciertos países, allá abajo, había millones.
-Sabemos como antes –observó la foca. ¿Cómo es que esta violeta ha llegado precisamente aquí? Les diré lo que pienso: me siento algo perpleja.
-¿Cómo ha dicho que se siente? –preguntó el oso blanco a su mujer.
-Perpleja. Esto es, que no se sabe que peces agarrar.
-Eso –exclamó el oso blanco -, lo mismo que pienso yo también.
Aquella noche corrió por todo el Polo un pavoroso crujido. Los hielos eternos se estremecían como vidrios y en diferentes puntos se quebraron. La violeta emanó un perfume más intenso, como si hubiese decidido derretir de una sola vez el inmenso desierto helado, para transformarlo en un mar azul y cálido, o en un prado de terciopelo verde. El esfuerzo la agotó.
Al amanecer la vieron marchitarse, plegarse sobre su tallo, perder el color y la vida. Traducido con nuestras palabras y en nuestra lengua su último pensamiento debió haber sido más o menos este:
-He aquí, yo muero… Pero era necesario que alguien comenzara… Un día las violetas aparecerán por millones. Los hielos se derretirán y aquí habrá islas, casas y niños.
Entretenido.
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