(JOERGENSEN)
En el laboratorio del alquimista empezaba a anochecer. Los últimos rayos del día penetraban por la gran ojiva para posarse sobre las páginas de los tomos de pergamino abiertos sobre la mesa.
La luz centelleaba sobre las pibias y los alambiques, jugueteaba a través de toda clase de líquidos verdes y amarillos colocados dentro de frascos tapados con sumo cuidado.
Debajo del crisol ardía una llama azulada, y encorvado sobre el crisol estaba el envenenador gris y viejo, envuelto en un sobretodo que le llegaba hasta los pies; sobre su cabeza calva tenía una gorra. Una máscara de vidrio le impedía respirar los vapores venenosos que salían del crisol.
El sol se ocultaba. Detrás de las torres y los campanarios de la ciudad, el cielo se pintaba de púrpura y todas las campanas tocaban el Ave María.
El envenenador interrumpió el trabajo, apagó la llama azulada y fue a abrir la ventana. Ya era casi de noche.
En aquella oscuridad el envenenador murmuraba.
“Últimamente han quemado a mi gran maestro en la Plaza de la Catedral, entre un delirio de alegría del populacho y de sus curas… ¡El hombre más noble, el mejor que jamás haya estado en el mundo! Un hombre que jamás había hecho mal a nadie, ni siquiera a una mosca… Un sabio tranquilo, que no se ocupaba más que de sus libros y que jamás había robado un centavo a nadie… Lo han quemado allá abajo… ¿Así que no está permitido destilar el veneno? Es una ciencia y un arte como todas las otras ciencias y artes. Yo vendo una mercancía a quien quiere comprarla, y no la vendo más cara de lo que vale. ¿Esto es ilegal, es deshonesto, es punible? Yo digo que no… Dicen que yo, que por vender mis venenos, soy yo culpable de los envenenamientos que suceden. ¿Acaso soy yo responsable del uso que hacen de mis venenos? Yo me lavo las manos: no sé nada de nada. Vivo tranquilo y regularmente como un santo fraile. Pago los impuestos y doy limosna a cuantos tocan a mi puerta. Entre mis cuatro muros no se comete ningún exceso. Soy un alquimista honesto. Vendo mi veneno, como los otros venden su pan. Hay quien tiene necesidad de pan, y quien tiene necesidad de veneno. El pan hace vivir a los unos, el veneno hace morir a los otros… Yo no puedo cambiar la naturaleza de las cosas”.
El viejo alquimista masculló éstas y otras cosas todavía, mientras entraba la noche. Encendió su lámpara de aceite, y con aquella débil luz meditó todavía, por mucho tiempo, sobre las páginas amarillentas de las obras de célebres toxicólogos. Después se fue a la cama.
El miedo lo despertó en medio de la noche, porque le parecía que los esbirros de los verdugos hubiesen ido para apresarlo. Pero ni siquiera en lo más profundo de su sueño la conciencia le mostró los cadáveres de aquellos que su veneno había matado.
En el laboratorio del alquimista empezaba a anochecer. Los últimos rayos del día penetraban por la gran ojiva para posarse sobre las páginas de los tomos de pergamino abiertos sobre la mesa.
La luz centelleaba sobre las pibias y los alambiques, jugueteaba a través de toda clase de líquidos verdes y amarillos colocados dentro de frascos tapados con sumo cuidado.
Debajo del crisol ardía una llama azulada, y encorvado sobre el crisol estaba el envenenador gris y viejo, envuelto en un sobretodo que le llegaba hasta los pies; sobre su cabeza calva tenía una gorra. Una máscara de vidrio le impedía respirar los vapores venenosos que salían del crisol.
El sol se ocultaba. Detrás de las torres y los campanarios de la ciudad, el cielo se pintaba de púrpura y todas las campanas tocaban el Ave María.
El envenenador interrumpió el trabajo, apagó la llama azulada y fue a abrir la ventana. Ya era casi de noche.
En aquella oscuridad el envenenador murmuraba.
“Últimamente han quemado a mi gran maestro en la Plaza de la Catedral, entre un delirio de alegría del populacho y de sus curas… ¡El hombre más noble, el mejor que jamás haya estado en el mundo! Un hombre que jamás había hecho mal a nadie, ni siquiera a una mosca… Un sabio tranquilo, que no se ocupaba más que de sus libros y que jamás había robado un centavo a nadie… Lo han quemado allá abajo… ¿Así que no está permitido destilar el veneno? Es una ciencia y un arte como todas las otras ciencias y artes. Yo vendo una mercancía a quien quiere comprarla, y no la vendo más cara de lo que vale. ¿Esto es ilegal, es deshonesto, es punible? Yo digo que no… Dicen que yo, que por vender mis venenos, soy yo culpable de los envenenamientos que suceden. ¿Acaso soy yo responsable del uso que hacen de mis venenos? Yo me lavo las manos: no sé nada de nada. Vivo tranquilo y regularmente como un santo fraile. Pago los impuestos y doy limosna a cuantos tocan a mi puerta. Entre mis cuatro muros no se comete ningún exceso. Soy un alquimista honesto. Vendo mi veneno, como los otros venden su pan. Hay quien tiene necesidad de pan, y quien tiene necesidad de veneno. El pan hace vivir a los unos, el veneno hace morir a los otros… Yo no puedo cambiar la naturaleza de las cosas”.
El viejo alquimista masculló éstas y otras cosas todavía, mientras entraba la noche. Encendió su lámpara de aceite, y con aquella débil luz meditó todavía, por mucho tiempo, sobre las páginas amarillentas de las obras de célebres toxicólogos. Después se fue a la cama.
El miedo lo despertó en medio de la noche, porque le parecía que los esbirros de los verdugos hubiesen ido para apresarlo. Pero ni siquiera en lo más profundo de su sueño la conciencia le mostró los cadáveres de aquellos que su veneno había matado.
No la hagas y no la temas.
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