(BENDETTA SCHMIDT VAGLIASINDI)
Había una vez un Rey y una Reina que
tenían doce hijos. El país era pobre y hacía tres años que reinaba una
terrible carestía, pero a los dos reyes no les faltaba nada.
Un día,
mientras la familia real estaba toda reunida, se abrió la ventana y una
cigüeña de pico largo depositó en la sala al décimo tercer principito.
Hubo un grito de consternación. El Rey intentó en vano devolverle el
bulto al pájaro, la Reina se desmayó, los príncipes se pusieron todos a
llorar, pero en vano: El recién nacido existía y allí estaba.
El Rey
resignado ordenó en seguida un fuerte impuesto en todo el reino para
poder comprar la décima tercera corona de oro. Pero el pueblo se negó
enérgicamente a pagar, tanto que se hubo de renunciar a la corona. Y al
nuevo Príncipe se le llamó el Príncipe Destronado.
El Príncipe
destronado crecía alto y fuerte, pero sus hermanos no dejaban de
molestarlo, por culpa de aquella bendita corona. Por lo tanto, apenas
cumplió los quince años, decidió partir y no regresar al reino, hasta
haber conseguido la corona más bella del mundo.
Un día, a escondidas
de todos, montó a caballo, y tomando consigo sólo su sable y un pan,
partió a la aventura. La carestía no había terminado, y el país
presentaba un espectáculo que partía el corazón más duro.
Los campos,
en vez de dorarse las mieses, estaban sembrados de cadáveres. Los
niños, en vez de jugar y gritar, lloraban en voz baja. También los
pájaros habían dejado de cantar.
El príncipe destronado, con el
corazón alborotado, miraba y pensaba. Pensaba en el motivo de su viaje:
¿con qué derecho marchaba a la conquista de una corona cuando sus
súbditos morían de hambre? De pronto escuchó un lamento, y descubrió a
una vieja tan demacrada y macilenta que daba horror.
“Tengo hambre”, le dijo con un hilo de voz.
También el príncipe estaba hambriento; no obstante sacó del bolso su único pan y se lo dio.
Cuando terminó de comer, la mujer le dijo todavía:
“Yo
estoy saciada, pero hay millares de miserables que no lo están. Vete a
la mitad de la llanura y cava sin pararte, hasta que encuentres la mina
del Pan. Tiene que hacerlo una persona de sangre real porque hay un
encantamiento. Y en el fondo de la fosa excavada encontrarás también tu
corona”.
El príncipe volvió el caballo hacia el centro de la llanura,
después saltó a tierra, desenvainó la espada y se puso a cavar. Cava y
cava, la noche se echaba encima y no descubría nada. Estaba exhausto, no
había comido desde el día anterior y las fuerzas le venían a menos.
Cava y cava, despuntó otro día: Tenía las manos despellejadas, la
espalda dolorida y la cara manchada de tierra.
Hubiera renunciado a
la empresa, sin los gemidos del pueblo no lo hubieran empujado a
resistir. Pasaron tres días y tres noches. Al final de la tercera noche,
agotado, se desmayó.
Se despertó (no supo jamás después de cuánto
tiempo) al sentirse levantado del suelo. En torno a él, una muchedumbre
delirante gritaba de alegría frente a una montaña de pan caliente y
dorado que emanaba un perfume exquisito.
Entonces se dio cuenta de que era llevado en triunfo: “¡Viva nuestro Rey! ¡Viva nuestro salvador!”.
Pensaba
que no podía ser rey sin una corona… Cuando he aquí, que la gente que
lo llevaba pasó cerca de un lago, y el Príncipe se vio reflejado con la
corona más bella del mundo en la cabeza. Espigas de grano, doradas y
llenas, lucían al sol en su frente, y con aquella corona el principito
destronado fue coronado Rey.