José J. Gómez Palacios.
Cada vez que había tormenta y rugía el trueno en el cielo, los habitantes de aquel nuevo oasis se postraban en tierra y adoraban a Dios, llenos de temor, porque decían escuchar su voz potente y temer su mano dura.
El caminante llegó a ellos una tarde negros nubarrones, pero ni se doblegó ni se hincaron sus rodillas en la arena, ni se alzaron sus manos suplicantes, ni el temor se asomó en su rostro curtido.
Cuando pasaron las nubes, sin dejar caer ni una sola gota de agua, algunos le dijeron:
-¡Insensato!, ¿es que no temes a Dios? ¿Acaso no escuchaste su voz?
Un silencio marcó la sorpresa de aquellos hombres del oasis. El caminante siguió, sin darles tiempo a responder:
-Si habéis escuchado la voz de Dios, decidme qué os ha dicho.
Entonces, lentamente y avergonzados, comenzaron a hablar:
-Dios me ha dicho que rompa mi avaricia, porque los avariciosos mueren a dientes de los chacales...
-A mi -dijo el segundo- me ha hablado de la honradez, porque los ladrones mueren ahogados en sus riquezas robadas.
-A mí me ha recordado que la lepra es el castigo de los impuros...
... Y así, uno tras otro, fueron manifestando lo que habían escuchado al Dios que tronaba desde lo alto.
El caminante, después de escucharles pacientemente, respondió:
-Vosotros no habéis escuchado a Dios, tan sólo a vosotros mismos.
Hubo un murmullo de indignación. Levantando la voz, prosiguió:
-Vosotros llamáis voz de Dios a la distancia que hay entre lo que en realidad sois y lo que quisierais ser. El Dios que os habla desde el trueno no existe. Quienes existís sois vosotros, asustados y temerosos de reconoceros tal como sois.
Aquellos hombres, después de escuchar estas palabras, entendieron lo suficiente para arrojar al caminante al desierto sin comida y sin agua. Allí moriría de hambre y sed por ateo y blasfemo...
Abrumado, caminó por el desierto varios días, dejando tras de sí huellas de muerte.
De pronto el cielo se cubrió de nubes. Sopló el viento a la par que se escuchaba el trueno redondo, profundo y potente... y llovió abundantemente.
Las laderas resecas se llenaron de impetuosos torrente. Todo fue muy fugaz, como una tormenta en el desierto, pero el caminante encontró agua suficiente para hacer una provisión y emprender viaje hacia el oasis que le había obligado a partir hacia la muerte.
Cuando llegó, se arrodilló ante aquellos hombres y les pidió que le acompañaran en la oración al Dios que desde el trueno le había devuelto la vida...
...Pero nadie le acompañó.
Todos habían dejado de creer en el mismo momento en que vieron que el caminante no había sido castigado desde lo alto por su falta de fe.
El caminante tenía razón al decir de los habitantes del oasis, que eran víctimas de su propia conciencia, que les reprochaba su mal comportamiento. De la misma forma que el caminante fue víctima de su falta de fe.
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