Aquel monje mayor que vivía en desierto salía a pedir en las horas de
más calor. Su cuerpo enjuto aguantaba bien el calor, pero en ocasiones
debía meterse una pequeña chinita en su boca para que no se le pegara la
lengua. Al atardecer pasaba por una fuente cristalina y fresca y
ofrecía a Dios el sacrificio de no beber hasta que llegaba al convento;
como una respuesta de Dios salía un lucero que le llenaba de gozo. Aquel
día un monje recién llegado le acompañaba. El nuevo monje sudaba y
sudaba y su cara se iluminó cuando vio la fuente. El viejo monje pensaba
qué haría. Podía darle ejemplo, explicarle lo del lucero, pero no había
tiempo para grandes reflexiones. El joven monje le miraba con ansiedad.
El viejo se inclinó y bebió. El joven ,gozoso, se bebía la fuente. Poco
después el viejo monje alzó la mirada, esperando no ver el lucero, pero
ante su sorpresa vio que habían salido dos.
«Es muriendo a sí mismo como uno resucita a la vida», decía S. Francisco de Asís. Solo cuando dejamos de pensar en nosotros mismos y nos preocupamos también por los demás, es cuando empezaremos a ser felices de verdad.
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