ANTHONY DE MELLO.
Leía los nombres una y otra vez. El aroma de la plaza, su frescura y la sombra de los árboles lo sumergían en ese día, en esa playa distante, que sintió la firmeza de esos "Treinta y tres hombres".
Por su mente desfilaban las imágenes, mezclándose con las vivencias de sus juegos, corriendo tras barquillos de madera, descalzo, junto a la acera en los días de lluvia, se alternaba escondido tras una valla, descubriendo enemigos y dándolos por muertos en esa tan significativa forma de evolución que todos tenemos en el transcurso de nuestros juegos.
Respiraba profundamente y el monumento con letras de bronce le daba también el espacio necesario para alimentar sus juegos, hermosa mañana de sábado, donde lo mejor que había para hacer era jugar, ver la cartelera del cine en la otra esquina y vivir, tan solo eso, vivir una hermosa niñez plena de familia, de amigos que nunca más vería y de emociones, de esas que ya no se van, que quedan para siempre en los ojos.
Leía los nombres una y otra vez, se fijaban en su retina para ya nunca más desaparecer. La mañana se sumergió en esa letanía propia del interior y parecía que estallaba en algo nuevo en cualquier momento, espera constante del transcurso de las cosas, expectativa diaria de quien parecería que no tiene otra cosa que hacer, mas que esperar que la vida transcurra; pero vista desde un costado de la plaza, jamás como partícipe, solo como espectador impávido que nada lo conmueve.
La columna apareció a su izquierda, con paso cansado, silenciosa; eran espectros que marchaban por la calle, rostros de dolor, de sufrimiento. Poco a poco las miradas fueron atraídas por su doliente andar...
Mal vestidos, con la tierra del camino sobre sus cuerpos, como si fuera la única tierra de su propiedad, pero insuficiente para saciar su apetito.
Un brazo oculto, tomó sus espaldas y sus bocas se abrieron al unísono, vomitando sobre el granito de la vida, un cántico reiterado eternamente, "utaa, utaa, utaa".
Sorprendía lo inesperado; de esa eterna espera cotidiana, la vida estaba retornando lo suyo y no se alcanzaba a comprender aún, eterna paradoja de un pueblo, de mi pueblo...
Voy hasta el yerbal, dijo el niño, mientras jugaba con la rama que blandía cual un sable.
La mujer lo miró, le extendió una manzana y en tono severo le dijo cuando el niño ya salía corriendo ¡no te acerques a esos mugrientos!
Ya la puerta del zaguán se había cerrado, cerrando también la frescura, cuando termino de decir esto y el chico saltaba alegremente hacia el banco de la vereda y salía corriendo calle abajo.
El sol caía a plomo aquella tarde, los arboles, demasiado podados, casi nada de sombra arrojaban sobre la vereda por la cual caminaba alegre el chico, ya saboreando en su mente las ricas pitangas y la frescura del río.
La mujer estaba sentada en un pequeño arenal a orillas del Olimar.
Los tábanos y mangangaes zumbaban entre los arboles, arrullando al río, que parecía dormirse en aquel claro.
Con el pelo clinudo sobre su cara, dejaba caer sobre sus flácidos senos gruesas lágrimas, que se hacían luces en el niño que asomaba entre las arpilleras que lo cubrían del fuerte sol.
El muchachito con la boca teñida por las dulces pitangas, corría alegre entre todas las sensaciones que se agolpaban en su mente. El aroma del monte, de macachines y arrayanes, de violetas y lantanas impregnaban la tarde en sus vivencias, en sus volveres de eternas lejanías.
La mujer levantó la vista, sin dejar de amamantar a su pequeño, lo miró largamente, en silencio, en un largo silencio de soledad. El chico le mantuvo la mirada, era una mirada lejana que el no conocía, profunda y obscura que lo atraía hacia rumbos nuevos; se fue acercando con paso firme, manteniendo la rama que le sirviera para sus juegos en la mano, cual un sable, como aquellos que le hacen mármoles, era la protección que su fantasía le daba ante esa estampa nueva.
Anónimos sentimientos surgieron desde su interior, un ligero temblor estremeció su nuca donde se sintió erizado y bajando su brazo en sutil rendición,
preguntó, ¿porqué llora?, Inocencia divina que se manifestaba plenamente.
Por la mente de la mujer desfilaron sus recuerdos... no mucho tiempo atrás junto al cañaveral, cuando su marido le dijo: esto no es vida mujer, si acá entre la caña no está la comida que necesita mi hijo para crecer sano y fuerte, pues ya mismo nos vamos pa’ la capital a que nos den lo que es nuestro.
Y así vestidos con bolsas, semidescalzos y con el hambre a cuestas salieron a la capital; muchos fueron los que les acompañaron, no estaban solos en sus reclamos, en sus duras marchas por los suelos de la patria, de una patria que se antojaba distante y ajena...
La mujer tuvo a su hijo, bajo unos toldos, una mañana de Diciembre, a un costado del camino...
El chiquilín no repitió su pregunta, la respuesta resonó en su interior y el sentimiento creció cual llama que se enciende sola; se fue acercando lentamente, de su bolsillo extrajo la roja manzana y comenzó a lustrarla en el pantaloncito todo sucio de sus juegos.
Se la dio a la mujer, mientras las primeras lágrimas asomaban a sus ojos cuando acarició el rostro del bebé. La mujer extendió su brazo y lo atrajo hacia sí, como si quisiera integrarlo a su vida, lo apretó en su pecho junto a su hijo y le dio en la frente un beso.
Los mejores profesores los niños. En su interior no hay lugar para laos malos sentimientos, lo único que persiguen es ser felices y saben perfectamente que, para serlo ellos lo tienen que ser también los demás. Es por eso que la mayor parte de las veces no sienten reparo en compartir lo que tengan con los demás.
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